lunes, 25 de noviembre de 2013

Energía y equidad

Es quizás la obra más leída por los ecologistas, la que conduce más directamente a comprender las relaciones entre la destrucción ambiental y el deterioro social que provoca el sistema industrial cuando se permite que supere ciertos límites. El propio título ya apunta esa idea; cuando se habla de crisis energética no se trata solo de destrucción del medio, cambio climático o limitaciones en los recursos naturales, sino de la destrucción de la equidad, de las oportunidades de reparto equitativo de los recursos. Hace falta superar la ilusión de que más energía es mejor y encontrar unos umbrales de aprovechamiento energético adecuados para el despliegue de modelos sociales justos y no destructivos del entorno.
El libro aprovecha el ejemplo del transporte para desarrollar la crítica al incremento infinito de las necesidades de energía y plantear cuáles deben ser los umbrales de justicia energética. A partir de un determinado nivel de uso de la energía, que se traduce en un nivel de velocidad, los desplazamientos no se pueden repartir equitativamente. A mayor velocidad de desplazamiento, un sistema de transporte exige dedicar demasiado tiempo y recursos, lo que solo puede producirse si existe un reparto desigual en la sociedad.
Además, Illich desvela la paradoja central de la velocidad: su capacidad chupatiempos; para incrementar la velocidad de los medios de transporte es necesario dedicar mucho tiempo en construir los vehículos y las infraestructuras, así como organizar el sistema para que se pueda circular. Plantea así lo que hoy se conoce como el ciclo de vida de un producto. No basta con saber cuánto tiempo y recursos empleamos en un desplazamiento en un medio de transporte, sino cuánto tiempo y recursos hacen falta para que ese medio de transporte funcione. Descubre así que el estadounidense medio dedica a su automóvil una sorprendente cantidad de dinero, traducible a tiempo de trabajo, para poder comprarlo, llenar su depósito, pagar las reparaciones, los impuestos, las carreteras y los aparcamientos; y una sorprendente cantidad de tiempo en conducirlo, limpiarlo, gestionarlo o curarse de los accidentes en los que se ve involucrado. Sumando esas dos cifras, el tiempo directo dedicado al automóvil y el tiempo indirecto dedicado a trabajar para el automóvil, y comparándolas con el desplazamiento anual, se comprueba que la velocidad (tiempo/km recorridos) es poco más alta que la de una persona que camina (véase la cita en recuadro aparte).
Además, la aceleración de unos perturba las posibilidades de desplazamiento de otros; los vehículos motorizados veloces exigen apartar y segregar a los que no lo son, a los van a pie y a los ciclistas. Perturba también las condiciones de habitabilidad y comunicación en el espacio público.
Otra paradoja que se pone de manifiesto en el libro es la capacidad que tienen los sistemas de desplazamiento motorizados para generar simultáneamente cercanía y lejanía. Para acercar puntos del territorio y alejar los usos del mismo. Gracias a la motorización, que aproxima un lugar a otro, se produce el alejamiento de los usos, las viviendas se pueden situar lejos de los lugares de trabajo y de estudio, de los centros de compra y de recreo.
Se acaba así conformando otro monopolio, semejante al de la escuela y la medicina: el monopolio del transporte motorizado, de la motorización, expresado de modo extremo con el dominio del automóvil sobre la vida de todos, con independencia de que quieran o puedan conducirlo. El motor establece unas reglas de juego, una concepción del tiempo y del espacio que todos deben acatar.

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