Es quizás la obra más leída por los ecologistas, la que conduce más directamente a
comprender las relaciones entre la destrucción ambiental y el deterioro social
que provoca el sistema industrial cuando se permite que supere ciertos límites.
El propio título ya apunta esa idea; cuando se habla de crisis energética no se
trata solo de destrucción del medio, cambio climático o limitaciones en los
recursos naturales, sino de la destrucción de la equidad, de las oportunidades
de reparto equitativo de los recursos. Hace falta superar la ilusión de que más
energía es mejor y encontrar unos umbrales de aprovechamiento energético
adecuados para el despliegue de modelos sociales justos y no destructivos del
entorno.
El libro aprovecha el
ejemplo del transporte para desarrollar la crítica al incremento infinito de
las necesidades de energía y plantear cuáles deben ser los umbrales de justicia
energética. A partir de un determinado nivel de uso de la energía, que se
traduce en un nivel de velocidad, los desplazamientos no se pueden repartir
equitativamente. A mayor velocidad de desplazamiento, un sistema de transporte
exige dedicar demasiado tiempo y recursos, lo que solo puede producirse si
existe un reparto desigual en la sociedad.
Además, Illich desvela
la paradoja central de la velocidad: su capacidad chupatiempos; para
incrementar la velocidad de los medios de transporte es necesario dedicar mucho
tiempo en construir los vehículos y las infraestructuras, así como organizar el
sistema para que se pueda circular. Plantea así lo que hoy se conoce como el
ciclo de vida de un producto. No basta con saber cuánto tiempo y recursos
empleamos en un desplazamiento en un medio de transporte, sino cuánto tiempo y
recursos hacen falta para que ese medio de transporte funcione. Descubre así
que el estadounidense medio dedica a su automóvil una sorprendente cantidad de
dinero, traducible a tiempo de trabajo, para poder comprarlo, llenar su
depósito, pagar las reparaciones, los impuestos, las carreteras y los
aparcamientos; y una sorprendente cantidad de tiempo en conducirlo, limpiarlo,
gestionarlo o curarse de los accidentes en los que se ve involucrado. Sumando
esas dos cifras, el tiempo directo dedicado al automóvil y el tiempo indirecto
dedicado a trabajar para el automóvil, y comparándolas con el desplazamiento
anual, se comprueba que la velocidad (tiempo/km recorridos) es poco más alta
que la de una persona que camina (véase la cita en recuadro aparte).
Además, la aceleración
de unos perturba las posibilidades de desplazamiento de otros; los vehículos
motorizados veloces exigen apartar y segregar a los que no lo son, a los van a
pie y a los ciclistas. Perturba también las condiciones de habitabilidad y
comunicación en el espacio público.
Otra paradoja que se
pone de manifiesto en el libro es la capacidad que tienen los sistemas de
desplazamiento motorizados para generar simultáneamente cercanía y lejanía.
Para acercar puntos del territorio y alejar los usos del mismo. Gracias a la
motorización, que aproxima un lugar a otro, se produce el alejamiento de los
usos, las viviendas se pueden situar lejos de los lugares de trabajo y de
estudio, de los centros de compra y de recreo.
Se acaba así conformando otro
monopolio, semejante al de la escuela y la medicina: el monopolio del
transporte motorizado, de la motorización, expresado de modo extremo con el
dominio del automóvil sobre la vida de todos, con independencia de que quieran
o puedan conducirlo. El motor establece unas reglas de juego, una concepción
del tiempo y del espacio que todos deben acatar.
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