El recurso a los
tribunales es uno de los mecanismos que tienen las organizaciones ecologistas
para llevar a cabo su labor de defensa del medio ambiente. Pero este derecho se
ve limitado de forma drástica por las claras deficiencias del sistema judicial,
los cambios legislativos que cada vez imponen más trabas, y la interesada y
parcial utilización de los mecanismos del Estado a favor de los más poderosos y
en contra del interés común.
En este decisivo asalto
de la ofensiva conservadora, neoliberal y
en los últimos tiempos tardofranquista del PP, contra el Estado de Derecho
que nos ha tocado vivir, pocos frentes están sufriendo un ataque más devastador
como el que la oligarquía está librando por hacerse con el control del poder
judicial.
Una vez convertido el
poder legislativo en un triste teatrillo en el que una panda de patéticas marionetas
se limitan a falsear la comedia en la que han convertido la democracia y acaban
apretando el botón que en cada momento los mercados les han ordenado pulsar, les
quedaba ya, tan solo, por hacerse con el control del poder judicial.
A pesar de la represión
de cualquier protesta, de las multas a que condenan a los movimientos sociales
y ecologistas, a la detención de activistas en todo el mundo, los jueces, una y
otra vez, interpretan las normas en contra de los intereses espurios que las
alumbraron. La lucha por el poder ha terminado en un puro y duro asalto al
poder judicial.
Solo en este contexto
global se puede comprender el verdadero valor y significado de las numerosas
sentencias que en los últimos años vienen declarando la ilegalidad de muchas de
las actuaciones y proyectos de graves impactos sociales y ambientales
promovidos por la llamada cleptocracia en connivencia con los ejecutivos del PP
y del PSOE.
No faltan tampoco
sentencias en las que se declara la desviación de poder con la que esas administraciones
ha perpetrado sus ilegalidades.
Desde Campiña Verde se denunció, en la anterior legislatura, que
se sacara a información pública una infraestructura comercial cuando ya había
cerrado aguas, o que sea el Ayuntamiento quien debe controlar las actividades
de empresas radicadas en El Casar que realizan quemas de productos tóxicos, cuando
no tiene ni la capacidad técnica ni la voluntad de enfrentarse con una
empresas, que algunos casos tienen asignados los contratos de servicios público
del municipio.
Con el título “miedo a la opinión pública” se denunció
esta situación y se obligó a cumplir con la legislación vigente.
Como bien sabe la incultura
neoliberal, se trata de una guerra y las armas con las que contraatacan son de
destrucción masiva. Así se regulan complejos procedimientos de ejecución de las
sentencias que obligan a ciudadanos y jueces a pasar años solventando los
intentos de la administración por obviar el cumplimiento final de las
sentencias. Una regulación legal de la suspensión cautelar que ha sido
hábilmente diseñada por el poder legislativo/ejecutivo para impedir o hacer
inasumible el coste que tendría detener las actuaciones administrativas antes
de que las mismas se ejecuten.
Claro que los “reformistas”
del PSOE lanzaron la primera piedra cuando el 10 de octubre de 2011, se aprobó
la Ley de Medidas de Agilización Procesal, que entre sus disposiciones preveía
el actual sistema de condena en costas en la jurisdicción contenciosa, en
virtud del cual la parte que vea desestimadas sus pretensiones deberá afrontar
los costosos gastos de la defensa de las partes contrarias, torpedo en la misma línea de flotación de
la lucha contra la corrupción que ni el mismísimo dictador se había atrevido a
lanzar. La no imposición de costas en esta jurisdicción, establecida en la
Ley de 1956, era uno de los mecanismos más potentes para destapar ilegalidades
y casos de corrupción al permitir actuar a los ciudadanos sin tener que
afrontar estas costosas condenas.
Otro 20 N, pero esta vez
el de 2012, fue elegido para aprobar la vigente Ley de Tasas, que a los seis
meses de su entrada en vigor está demostrando que los devastadores efectos que
muchos le auguraban cuando se aprobó, se quedaban cortos ante el desamparo real
que la norma está provocando a miles de ciudadanos que no pueden acceder a la
jurisdicción por falta de medios para hacer frente a la tasa judicial.
Ante este panorama y la
desigualdad de medios que se adivina tras él, cada sentencia declarando una
ilegalidad cometida desde el poder y al amparo del Estado, se nos presenta como
una crucial batalla ganada por ese ejército de nuevos resistentes del siglo XXI
dispuestos a luchar contra la injusticia y que saben que “resistir a la injusticia es un deber del individuo para consigo
mismo, porque es un precepto de la existencia moral, es un deber para con la
sociedad” .
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